Decir que la Historia de Turquía es un cruce de culturas puede parecer una frase hecha, pero en este caso adquiere todo su significado. La particular ubicación geográfica de lo que hoy es Turquía ha facilitado el paso, asentamiento e intercambio cultural y comercial de las más antiguas civilizaciones, incluso milenios antes de nuestra era.
Eso resulta evidente en el estrecho del Bósforo (Estambul), simbólica frontera entre Europa y Asia, pero también en Anatolia, un vasto territorio de paso obligado para ir de África a Europa por tierra, o de las antiguas Mesopotamia y Persia hacia el Viejo Continente. Además, la gran extensión de sus litorales (más de 7.000 km) favoreció el desarrollo naval de quienes aquí habitaron, incluido el poderoso imperio otomano, sobre todo desde sus costas del Egeo y el Mediterráneo.
En ese vasto periodo de tiempo conocido como Prehistoria, en el que el ser humano fue transitando y avanzando hasta la Historia (en el IV milenio a.C, con el surgimiento de los primeros documentos escritos), los variados habitantes del territorio de la actual Turquía jugaron un papel clave: fueron pioneros, en muchos aspectos, como podemos comprender en la actualidad gracias a las diferentes evidencias arqueológicas.
Por ejemplo, durante el Paleolítico, en torno al X milenio a.C, se construyó Göbekli Tepe, en el sudeste de Anatolia, cerca de la actual ciudad de Sanliurfa: está considerado el santuario más antiguo del mundo y una primera chispa de la civilización, en palabras de algunos historiadores, por ser la primera gran construcción religiosa del ser humano. Sus espectaculares y enigmáticos pilares podrían representar sacerdotes. Misterioso es también el hecho de que dos milenios después fuese deliberadamente enterrado… para suerte de los arqueólogos y viajeros actuales, pues eso favoreció su buena conservación.
Otra importante chispa para la civilización fue Çatalhöyuk, en el sur de Anatolia (cerca de Konya): la que está considerada la primera ciudad del mundo. Sus orígenes se remontarían al 6500 a.C aproximadamente, en lo que entonces era el extremo occidental del Creciente Fértil, una amplia zona que se extendía desde Mesopotamia hasta la costa del Levante Mediterráneo y que, por sus buenas condiciones medioambientales, facilitó el desarrollo de los primeros centros de desarrollo cultural.
De hecho, Çatalhöyuk no surgió por casualidad: su ubicación en terreno arcilloso junto a dos montículos podría haber favorecido una primitiva agricultura, clave en la ‘revolución neolítica posterior’, abandonando así la vida de cazadores-recolectores que todavía era mayoritaria en la Anatolia paleolítica. Entre sus señas de identidad, la Mujer sentada de Çatalhöyuk, una estatuilla de arcilla cocida, quizás símbolo de fertilidad por sus exagerados rasgos físicos, que se puede contemplar en el Museo de las Civilizaciones Anatolias de Ankara.
Los pueblos de Anatolia también estuvieron muy aventajados en el uso de metales: pronto asimilaron las técnicas y avances llegados de Mesopotamia que propiciaron el surgimiento de poderosos reinos fundamentados en esos utensilios de cobre (Calcolítico o Edad del Cobre, en el IV milenio a.C). El mejor ejemplo de ello fue quizás el reino de Alaca Höyük, un importante yacimiento donde se han encontrado evidencias de esta actividad metalúrgica.
Sin embargo, el nombre de Alaca Höyük está más asociado al de la civilización que ocupó después este yacimiento, durante la posterior Edad del Bronce (en torno al 1.800 a.C): la poderosa civilización hitita, que trasladó su capital a Hattusa (también en la actual provincia de Çorum, en el centro de Anatolia).
Hattusa fue una gran ciudad y algunas fuentes estiman que pudo contar con una población de cerca de 50.000 habitantes. Entre los tesoros arqueológicos encontrados en su yacimiento (declarado Patrimonio de la Humanidad) están su archivo estatal a base de tablillas de arcilla, en diferentes lenguas, como el acadio o el luvita, lo que da cuenta de su capacidad para absorber aspectos de otras culturas y civilizaciones. Pero sin duda, el idioma más importante desde el punto de vista histórico y lingüístico es el propio hitita (o necesita), que se considera la lengua indoeuropea más antigua, de la rama anatolia (ya extinta). O dicho de otro modo, se puede considerar un ancestro indirecto de la mayoría de las lenguas habladas en Europa y América, como el español, el italiano, el alemán o el inglés.
Su esplendor llegó hacia los siglos XIV-XIII a.C, momento en el que era un auténtico imperio, llegando incluso a rivalizar con el Egipto de la dinastía ramésida. De hecho, una de las batallas más míticas de la Antigüedad fue la de Qadesh (1274 a.C), que enfrentó a este imperio, gobernado por Muwatalli II, contra el Egipto de Ramsés II. Aquella batalla quedó en tablas… aunque Ramsés II la ‘vendiera’ como una victoria, erigiendo los famosos monumentos de Abu Simbel. El tratado de paz que siguió a la batalla es considerado por muchos expertos como el primero de la Historia.
Sin embargo, la caída de este imperio y esta civilización llegó poco después y de manera abrupta, quizás por invasiones y destrucciones a manos de los llamados ‘pueblos del mar’. procedentes de las costas de Grecia. Solo quedaron los restos de aquella cultura en pueblos que se suelen clasificar como ‘neohititas’, quienes facilitaron la llegada de influencias mesopotámicas hasta el otro lado del Egeo.
De hecho, el epicentro y liderazgo en la región se estaba desplazando hacia las costas del Egeo, donde el intercambio entre sus islas y la Grecia continental era cada vez más fluido. Uno de los reinos más importantes del momento, allá por el siglo XIII a.C, era Troya, cuya capital se ubicaba en la colina Hisarlik (hoy yacimiento arqueológico Patrimonio de la Humanidad), en la provincia de Çanakkale.
El nombre de Troya está para siempre ligado a su guerra contra Grecia (siglos XIII-XII a.C) y al famoso caballo introducido por los griegos en esta ciudad. Tanto el conflicto como la estratagema están entre la realidad y la mitología, pero sirve para hacernos ver que la costa oeste y sudoeste de Anatolia fue uno de los territorios más importantes para la Grecia clásica.
De hecho, se cree que Homero, quien narró la famosa guerra en su Iliada, pudo haber nacido en Esmirna (Izmir) algún siglo después y, por ello, conocer tantos detalles sobre la contienda. Estambul también fue fundada por colonos griegos, con el nombre de Bizancio o Bizantion, en el siglo VII a.C.
Y para sorpresa de muchos, la mitología griega sitúa muchos de sus episodios clave en el terreno de la actual Turquía. Por ejemplo, la antigua Frigia, cuyo reino llegó a extenderse por buena parte del noroeste de Anatolia y que tuvo como uno de sus reyes más famosos a Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, allá por el siglo VIII a.C.
En realidad, la Anatolia que quedaba bajo el círculo de influencia o dominio griego era sólo una parte, pero había más. Otros pueblos de renombre fueron los licios y los lidios. Estos últimos fueron pioneros en algo fundamental en nuestros días: fueron los primeros en acuñar monedas con carácter oficial, en el siglo VII a.C, con una aleación de oro y plata.
Sin embargo, desde el este de Anatolia llegaba el empuje de otra potencia que pretendía frenar en Anatolia el avance de las colonias griegas, que se extendían por toda la costa del Egeo y del Mediterráneo. Hablamos de Persia que, para ello, invadieron Anatolia central, sometiendo precisamente a lidios bajo órdenes de famosos emperadores como Ciro, Darío I y Jerjes, quienes establecieron satrapías a lo largo y ancho de Asia Menor.
Pero los persas se vieron frenados por los griegos en las batallas médicas y, sobre todo, se vieron obligados a retroceder a raíz de la expansión helénica con Alejandro Magno en el siglo IV a.C, que pese a la brevedad de su gobierno, sembró la semilla de la helenización de Anatolia.
Con la división de su imperio y la decadencia de los sucesores de Alejandro en este territorio (los seléucidas), en Anatolia se fueron asentando diferentes pueblos y culturas, de lo más variopinto: desde los armenios al este, en torno al lago Van hasta los reinos Seléucida y de Pérgamo al oeste, pasando por los gálatas en el reino de Galacia en Anatolia central. Estos últimos eran tribus celtas procedentes del centro de Europa que, tras conquistar Tracia y Estambul, cruzaron el Bósforo y fundaron el reino de Galacia en el siglo III a.C, con capital en Ankyra, es decir, Ankara.
En ese contexto en el que Anatolia era un mosaico de pueblos (seléucidas, gálatas, armenios…), se va abriendo paso la siguiente civilización: los romanos, unas veces, anexionándose los territorios mediante acuerdos diplomáticos, y otras veces, por medio de conflictos bélicos. Esta anexión fue muy temprana, aún en tiempos republicanos, formando la provincia de Asia, con capital en Éfeso (129 a.C). Y en tiempos de la Roma imperial, la frontera llegaba hasta Persia, englobando prácticamente toda Anatolia.
La importancia de la civilización romana no radica sólo en esos cinco siglos de dominio directo, sino sobre todo en el legado que quedó tras ellos en forma de imperio Bizantino, desde el año 395 d.C. Para entender este cambio, hay que remontarse a la época del emperador Constantino I el Grande (280-337), quien pasó a la historia por designar el cristianismo como la religión oficial del imperio: su mayor contribución a la historia de Turquía fue haber fundado ‘una nueva Roma’ en la antigua ciudad griega de Bizancio, por revelación de unos ángeles. La llamó Constantinopla (actual Estambul).
Años después, tras la muerte del emperador Teodosio (395), el antiguo imperio Romano se dividió en dos: el de Occidente, en decadencia y con capital en Roma, y el de Oriente, próspero y gobernado desde Constantinopla. Los bárbaros y los problemas internos supusieron la caída del primero, pero en el segundo floreció una nueva civilización de religión cristiana, basada en la cultura romana pero con lengua griega: el imperio Bizantino.
Este imperio trató, ya desde el siglo IV, de restaurar la gloria de sus predecesores, para lo cual se extendió hacia el oeste, dominando toda Italia, algunos puntos del sur de España y del norte de África. Los bizantinos seguían sintiéndose romanos y, de hecho, los turcos los llamaron, tiempo después, rum. Su apogeo llegó quizás con Justiniano (527-565), quien mandó construir el templo más icónico de su época: Hagia Sophia (Santa Sofía).
Tras Justiniano, el imperio Bizantino entró en una gran crisis territorial y económica, viéndose obligado a replegarse hacia Tracia y Anatolia. Y en su mismo territorio vivió derrotas a manos de la nueva civilización en expansión: los árabes, procedentes de la Península Arábiga, que traían una nueva religión: el Islam. Tomaron Ankara en el 654 y llegaron a las puertas de Constantinopla 15 años después.
Sin embargo, este pueblo no materializó la conquista que sí consiguió en el resto de territorios de Oriente Próximo y el norte de África. Por tanto, esa resistencia, tanto de bizantinos como de otros pueblos posteriores (de religión musulmana pero de cultura no árabe) ha acabado siendo un rasgo distintivo de la Turquía actual.
A partir del siglo XI, tras Basiliio II, el imperio Bizantino inicia una profunda crisis, con pérdidas territoriales en todos los puntos cardinales. Los principales culpables del retroceso por el este fueron los grupos túrquicos (o turcomanos) nómadas, en especial los selyúcidas: procedentes de Asia Central y de carácter impetuoso y beligerante, los selyúcidas llegaron a tomar Bagdad y crear su propio imperio que se extendía más allá del abasí.
Los selyúcidas, tras sufrir derrotas por parte de bizantinos (cristianos ortodoxos), los fatimíes de Egipto (árabes musulmanes) e incluso de los cruzados venidos de Europa, acaban por asentarse definitivamente en la actual Anatolia, fundando el sultanato de Rum, con capital en Konya, entre los siglos XI y XIV.
De etnia y lengua turca, los selyúcidas habían integrado también en su cultura un fuerte componente persa, especialmente en el arte, la artesanía y la arquitectura. Algo que, más tarde, se mantendría en el arte otomano. De hecho, una las señas de identidad de la actual Turquía cuyo origen se puede trazar en este periodo es el samá, la danza-meditación de los mevleví o derviches giróvagos, creada por estos discípulos del gran poeta sufí Jalal al-Din Muhammad Rumi en el siglo XIII.
Precisamente, en el siglo XIII, la llegada de otro pueblo invasor agita el tablero de Anatolia: los mongoles de Gengis Khan, que asestan derrotas a los selyúcidas del Sultanato de Rum y precipitan su final. El resultado fue una gran fragmentación del territorio dominado anteriormente por los selyúcidas. Pero en esa fragmentación está precisamente el origen del gran imperio que acabaría dominando toda Anatolia en los siglos posteriores: el otomano.
Paralelamente, el imperio Bizantino languidecía y sus límites territoriales se asemejaban más a los de la Grecia antigua y no a los de un verdadero imperio. La toma y saqueo de Constantinopla por parte de los cruzados en 1204 fue un golpe económico y moral de carácter irreparable. Y su conquista a manos extranjeras era cuestión de tiempo, algo que aún se demoró un par de siglos más.
Si de algo se sienten orgullosos la mayoría de los turcos actuales es de la grandeza que alcanzó el imperio otomano, pues llegó a ser una de las potencias más importantes durante la Edad Moderna. Como decíamos más arriba, los otomanos eran uno de los pueblos túrquicos del imperio selyúcida, en Asia Menor. Durante el periodo de decadencia de dicho imperio, el líder tribal de los otomanos, Osmán (posteriormente Osmán I) fundó su propia dinastía en torno al 1300 (la osmanlí, la única que gobernó este imperio en toda su historia) y fue forjando una potencia militar, con capital inicial en Bursa.
Los otomanos eran una entidad política multiétnica que absorbió un poco de todas las culturas presentes en la Anatolia de aquel momento, con elementos griegos, islámicos, cristianos y túrquicos. En cualquier caso, era un imperio de religión musulmana, en la que el sultán adoptaba también el cargo de califa.
Esta potencia militar otomana se fue paulatinamente imponiendo a los otros vecinos surgidos de la desmembración del Sultanato de Rum, pero sobre todo, fue arrebatando terreno al imperio bizantino, ya en territorio europeo, especialmente en los Balcanes. En su primer siglo de existencia, los otomanos sólo se vieron superados en el flanco este por el otro gran imperio del siglo XIV, el tártaro de Tamerlán.
Pese a ello, sultanes como Mehmet I y Mehmet II lograron afianzar dicha frontera este y concentrar su empeño en la gran empresa que se habían propuesto: la conquista de Constantinopla, que ocurrió en 1453, fecha que se señala como el fin del imperio bizantino y de la supremacía cristiana al oeste del Bósforo, incluidos los territorios de la actual Grecia, Serbia y Bulgaria.
Pero el imperio otomano no se conformó con la conquista de Constantinopla, sino que trató de seguir expandiendo su dominio por otros territorios, poniendo entre sus objetivos la mismísima Europa occidental. De hecho, Mehmet II llegó a conquistar Otranto, en el sur de Italia, pero no prosperaron sus deseos de marchar hacia Roma. En cambio, sí tuvieron éxito sus sucesores, en especial Selim I el Severo, en su progresión hacia el sur, conquistando Siria y Egipto, así como territorios del imperio safávida persa (batalla de Çaldiran, 1514) y las sagradas ciudades de Medina y La Meca.
Uno de los secretos de su éxito fue la buena organización de su ejército, sustentado por la buena preparación de los jenízaros, muchos de ellos no musulmanes. Pero sultanes como Beyazit II tomaron decisiones estratégicas desde el punto de vista cultural, social y económico, como la acogida con brazos abiertos de los miles de judíos sefardíes españoles expulsados de aquellos reinos en 1492: la alta preparación de dicha población contribuyó al progreso de la sociedad otomana y todavía hoy son muchos los sefardíes que viven en ciudades como Estambul.
La llamada ‘edad de oro’ del imperio otomano llegó con el reinado de Solimán I, apodado el Magnífico, que en las décadas centrales del siglo XVI sostuvo el expansionismo territorial por el norte de África y, al mismo tiempo, emprendió reformas legislativas a nivel secular y religioso, además de promover las artes. A su fama actual contribuyó su historia de amor, muy novelesca, con su esposa Roxelana, de origen esclavo.
El imperio otomano parecía imparable y cada vez inquietaba más a la Europa occidental, pues sus avances por este continente les llevaron hasta Budapest e incluso a sitiar Viena. Pero el sucesor de Solimán I, su hijo Selim II, no supo mantener el vigor militar de sus predecesores. Sirva de ejemplo su apodo de ‘el Borracho’ o ‘el Poeta’ para comprender sus principales inclinaciones, mientras derivó el mando militar a su gran visir.
La batalla de Lepanto (1571) en aguas griegas fue una de las derrotas más duras y decisivas del momento: la Liga Santa (alianza cristiana entre el imperio español de Felipe II, los Estados Vaticanos y la República de Venecia, entre otros) masacró a la flota otomana, lo que sirvió de freno en la política expansionista. El fracaso en el segundo asedio de Viena en 1683 fue otro gran baño de realidad, tiempo después.
A ello se sumaba el golpe económico que supuso la apertura de nuevas rutas comerciales con Oriente gracias a los descubrimientos de los navegantes europeos, lo que supuso una alternativa efectiva a las rutas que controlaba el imperio otomano.
Desde el siglo XVII, el imperio otomano, que había experimentado una gran expansión con anterioridad, entró en un periodo de estancamiento, en diferentes sentidos. En primer lugar, en el territorial; y en segundo, en el socioeconómico: mientras en Occidente y en Rusia se producían avances científicos, industriales y militares, no ocurría lo mismo en este imperio. O al menos, no tan rápido, por lo que veía agrandarse cada vez más la brecha con sus vecinos europeos y quedaba patente la dificultad de gestionar un imperio tan vasto.
De hecho, en el siglo XVIII se le podía considerar un gigante con los pies de barro y las guerras napoleónicas demostraron la debilidad del imperio otomano, que se vio arrastrado por la rivalidad entre franceses e ingleses, y sufrió el oportunismo de Rusia, que aprovechó la situación para tratar de anexionarse algunos territorios que quedaban bajo su dominio: Moldavia y Valaquia.
Pero el golpe más duro vino desde dentro y se lo proporcionó el sentimiento nacionalista, que había prendido la mecha en otros territorios del mundo y se instaló también en el imperio otomano. Hasta entonces, sus sultanes habían conseguido mantener unidos un mosaico muy heterogéneo de pueblos con diferentes lenguas y culturas, pero todo se vino abajo en esta centuria: en 1830 se independizó Grecia, mientras que en 1878 harían lo propio Rumanía y los países balcánicos.
El imperio otomano había tratado de realizar reformas sociales y jurídicas, incluso con una Constitución a finales de esta centuria, que poco después fue abolida. Era evidente que el imperio estaba en crisis (el zar Nicolás I llegó a llamarlo “el enfermo de Europa”, según algunos historiadores). Y en su proceso de descomposición, muchas eran las potencias extranjeras que se frotaban las manos para intentar debilitar y arrebatar territorios a los otomanos.
Por ejemplo, los ingleses y los franceses en Arabia, instigando la Rebelión Árabe para la creación de un estado árabe unificado con Palestina y los lugares más sagrados del Islam. O el imperio ruso en el noreste de Anatolia. E incluso los griegos, en Tracia. En este contexto, había estallado la Primera Guerra Mundial, con el imperio otomano combatiendo en el bando que acabó derrotado (junto al imperio austrohúngaro y el alemán, entre otras potencias).
El Tratado de Sevres (1920) supuso la oficialización del desmembramiento del imperio otomano, que lo reducía a una pequeña franja en Anatolia, con amplias zonas controladas por griegos, italianos, británicos y armenios, y con Estambul bajo el estatus de Zona Internacional. Nunca fue ratificado ni entró en vigor, pero fue interpretado como una humillación para los turcos.
Dicho Tratado de Sevres fue, de hecho, la mecha que prendió la llamada Guerra de Independencia: la que libraron los turcos en su arrebato nacionalista de resistencia y rechazo a las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Y, sobre todo, como defensa contra el Reino de Grecia cuyo ejército, movido por un deseo de restituir bajo su control los territorios anatolios que otrora fueron parte de la Grecia clásica, avanzaba hacia Ankara.
El líder de aquella resistencia fue Mustafa Kemal, comandante que organizó las tropas turcas para acabar expulsando a los griegos, algo que se conmemora cada año en el llamado Día de la Victoria (30 de agosto de 1922). Con el Tratado de Lausana de 1923, se trazaban así las fronteras de la Turquía moderna, con las potencias extranjeras fuera de ellas.
Y Turquía adoptaba su forma de República laica, impulsada por Mustafa Kemal, que asumió la presidencia y cambió su ‘nombre político’ por el más famoso de ‘Atatürk’, que significa “padre de todos los turcos”. Fue todo un hito para un país musulmán, promoviendo instituciones democráticas y aprobando el sufragio universal, así como la posibilidad de que las mujeres fueran electas.
Sin embargo, este impulso democrático no estuvo exento de una concepción autoritaria del gobierno, por paradójico que parezca: se limitó enormemente la oposición y la libertad de prensa y se ligó la cultura turca con la identidad nacional, siendo las pequeñas minorías las grandes damnificadas. En especial, la kurda, cuya población se ubica en el sureste del país y protagonizó revueltas para el reconocimiento de determinados derechos culturales, entre ellos el uso del idioma. La minoría armenia fue también otra de las damnificadas, que había vivido episodios oscuros ya anteriores al advenimiento de la República, como la supuesta masacre de 1915.
También en este contexto se llevaron a cabo intercambios poblacionales, por ejemplo con Grecia, para que las personas originarias de Turquía residentes en ese país regresaran a Turquía, y viceversa. Esto, según muchos expertos, lastró a la sociedad y economía turcas, pues muchas personas con alta preparación abandonaron el país y se llevaron consigo sus conocimientos y experiencia.
En efecto, una de las medidas del Estado turco moderno fue la oficialidad exclusiva del turco como lengua y la adopción de otras medidas que lo acercaban a Occidente, como el uso del alfabeto latino o el calendario gregoriano. Desde entonces, y sobre todo desde mediados de siglo XX con el apoyo de Estados Unidos y la entrada del país en la OTAN, la democracia se fue consolidando, aunque no sin amenazas como la intervención del ejército en los años 70, en medio de un periodo de caos.
A finales del siglo XX, el proceso de acercamiento de Turquía con Europa quedó patente con su deseo manifiesto de entrar en la Unión Europea, aunque a día de hoy todavía parece lejano. De hecho, en la actualidad no parece una prioridad, estando el país instalado en lo que algunos expertos llaman el “neo-otomanismo”, es decir, una república que, pese a su teórica laicidad, ha adoptado un corte más islámico en su economía, en su legislación y, en definitiva, en su día a día, impulsado sobre todo por Recep Tayyip Erdoğan (partido AKP).
Entre las medidas más importantes tomadas en las últimas décadas está su extraordinaria mejora de las infraestructuras, de lo que es buen ejemplo el mega-aeropuerto de Estambul, así como un eficiente sistema de autopistas. El turismo es un sector pujante en el país, dado el extraordinario potencial a todos los niveles. Pero ello no es incompatible con el músculo industrial de Turquía, que se ha posicionado como ‘la fábrica de Europa’, según algunos expertos, en sectores tan dispares como el armamentístico, el textil o el automotriz. Además, la agricultura es también clave en su balanza comercial, gracias sobre todo a la exportación de diferentes tipos de aceite.
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